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Don Antonio Soto Huatará tenía 48 años en 1990, cuando se sumó a la primera marcha indígena. Escribe poesías y canciones. La más reciente la escribió en San Borja, el 7 de septiembre pasado. Aquí cuenta parte de su vida, y el periodista le añade una crónica apresurada sobre lo ocurrido el sábado 24, muy cerca del medio día.
Dicen los que saben, que hay momentos, instantes, en los que las cosas son como son. Días en que desaparecen las apariencias, horas en que la hipocresía se rinde. Ha sucedido muchas veces en la historia política de Bolivia, y algo de eso ocurrió el sábado 24 de septiembre, muy cerca del medio día, cuando la temperatura alcanzaba al menos los 30 grados centígrados, cuando la carretera de polvo y arcilla que une los pueblos benianos de Yucumo y San Borja parecía más naranja que nunca, cuando La Marcha había retomado su marcha con un marchista inesperado, el señor Canciller.
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Me llamo Antonio Soto Huatará, soy de la etnia canichana, vivo en San Pedro Nuevo, allá en el corazón del Beni, a 60 kilómetros de Trinidad; mi cumpleaños es el 3 de febrero, tengo 68 años cumplidos y estoy aquí porque es un mandato de mi pueblo, acompañando con mucho empeño y cariño, dejando todos mis quehaceres y trabajo para marchar. Yo he estado en las ocho marchas de los pueblos indígenas que ha habido en Bolivia, reclamando siempre nuestros derechos. La primera marcha era por el territorio y la dignidad, y luego han venido las otras marchas, como la del 96, donde conseguimos la Ley INRA el 18 de octubre. Esa marcha fue larga, pero nunca hemos tenido tantos problemas como ahora. Siempre hubo policías, siempre nos perseguían, pero nunca se nos ponían al frente…
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Una camioneta guinda doble cabina con los vidrios ahumados trajo al señor Canciller a las puertas del campamento de La Marcha. Llegó exactamente cuando faltaban diez minutos para las nueve de la mañana. Venía acompañado de dos viceministros: Chávez, el de la media sonrisita eterna de abogado satisfecho, y Navarro, el de los pómulos enrojecidos y el verbo inflamado. El cordón de policías pareció sorprendido por la puntualidad del Canciller cuando se abrió para darle paso. La reunión se inició pocos metros más allá, en el mismo lugar donde una noche antes se había iniciado la segunda visita del Canciller a La Marcha. De pie, todos reunidos en círculo y sin el megáfono de la reunión de la noche anterior que ayudaba a escuchar, comenzó el diálogo.
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Soy también enfermero profesional con título a nivel nacional. He estudiado dos años en la Escuela de Enfermería de Montero, en Santa Cruz. En esta marcha ya no he participado mucho porque ha habido bastantes médicos y enfermeras, y me he dedicado nomás a la marcha y a escribir y a hacer poesías. Yo no estudié, no estuve en el colegio más que hasta el tercero básico, y ya en hombre, casado y con niños, es que vi la necesidad de cambiar y me compré libros, revistas, periódicos, y me dediqué a leer y escribir. Yo era agricultor y hacedor de alambrados. Ha sido mi instinto de escribir y leer lo que me ha llevado a la poesía. Tengo una colección de libros del Che Guevara. Y así, ahorita ya tengo unas 250 poesías dedicadas al movimiento indígena, a los congresos, a los encuentros, a las reuniones grandes…
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Llegó el Canciller con un discurso insostenible si se miraban los impacientes rostros de los hombres y mujeres que lo escuchaban. Dijo que venía para oficiar de “intermediario” entre marchistas y colonizadores, que el gobierno quería evitar la violencia, que para eso estaba la policía, que los colonizadores también tienen derecho a ser escuchados, que marchistas y colonizadores debían reunirse para solucionar el conflicto… Se convertía así, el señor Canciller, en mensajero de una impostura: el conflicto, según su discurso, no era entre el gobierno y los marchistas, el conflicto debía resolverse a través del diálogo entre marchistas y colonizadores… Hasta que hablaron y actuaron las mujeres marchistas.
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En todas las marchas les he cantado a mis hermanos. Son cantos de inspiración, nada de insultos al gobierno. Siempre los he hecho con honestidad. La última canción la he compuesto aquí en San Borja, porque esa ciudad nos recibió con mucho cariño, con mucho amor. Entonces hice una canción muy bonita de despedida, en agradecimiento a esa ciudad. Dice así:
De San Pedro Nuevo me vine
Ya pasando el rayo llegué
Marchando con mis hermanos
Y llegaremos hasta La Paz.
San Borja linda y querida
Fuiste el punto de concentración
De mis hermanos marchistas
Que son el orgullo de la nación.
Yo soy Antonio, yo soy Ernesto,
yo soy Pedro el más bonachón
Los tres muchachos del grupo
Que van alegrando con su canción.
Yo no les digo hasta luego
Hasta pronto si les diré
A ti San Borja Querida
Pronto, pronto volveré.
A mi San Borja querida
Yo le canto con el corazón
Que Dios mi Padre querido
Les eche su bendición.
San Borja, 7 de septiembre de 2011
Antonio Soto Huatará, canichana, indígena de corazón
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Todo ocurrió en apenas unos minutos. El Canciller estaba a un par de metros de las puertas de la camioneta guinda que lo trajo al campamento de los marchistas, a punto de abordarlo. A alguien —tenía que ser una mujer— se le ocurrió la mejor idea posible en esos tumultuosos instantes, y la propuso a gritos: “Si el señor Canciller quiere resolver el conflicto, que el señor Canciller nos acompañe, ¡que se venga con nosotros!”. Y así fue, las mujeres sujetaron fuertemente al Canciller y lo encaminaron hacia el cordón de policías. Claro, la camiseta crema que vestía el Canciller tenía que sufrir las consecuencias…
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Lo que pasa pues es que no se cumplen las leyes que se han creado a favor de nosotros, de los pueblos indígenas. El mismo Presidente no las cumple. De ahí es que estamos deteriorados. Recién cuando estas leyes se cumplan creo yo que va a haber un cambio, para que podamos ser ya libres como dice nuestro sacrosanto himno nacional, porque hasta ahorita estamos de esclavos nomás. Y es en este gobierno donde más se nos ha pisoteado, marginado, nos han humillado, siendo que es un Presidente nacido de mujer indígena. Creímos en el cambio, él lo prometió, y hasta ahora no lo vemos surgir el cambio. Y quiero aclararle: ser esclavo es no ganar un justo sueldo; ser esclavo es no comer bien; ser esclavo es no recibir un aguinaldo; ser esclavo es, bueno pues, no tener las cosas básicas en salud. Todo eso es ser esclavo…
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Pocos metros delante del señor Canciller, marcha el jefe de la policía. No lleva su arma de reglamento, tampoco gorra alguna, ni los distintivos de su grado policial. Lleva, eso sí, una botella grande de agua “Vital”, algo desbaratada, masca chicle con fruición, y luce en su hombro una toallita verde. Suda copiosamente, su vasto vientre se mueve al ritmo de su paso. Sus botas negras, recién lustraditas, se llenan de barro. La guardia indígena que lo rodea no lo pierde de vista. Muy cerca del jefe de la policía marcha “Isidro”, un muñeco juguetón, de
lluchu
y poncho, que distrae y alegra a los niños en el campamento; lo mueven y lo reinventan un grupo de titiriteros, marchitas y populares. Junto a ellos marcha un perro, un pastor de pelo negro, fiel compañero de los marchistas. “Romero” le dicen, “Delgadillo también”, añade una compañera. “Pobrecito, qué culpa tiene”, apunta otra marchista.
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Atravesar el Parque Nacional Isiboro Sécure es como destripar a nuestra madre, como partirla por la mitad y destruirla, matarla. Ahí van a desaparecer los pueblos porque ya no va a haber de qué vivan. El gobierno querrá que toda esta gente, los chimanes, los yuras, los trinitarios, abunden en las ciudades. Pronto los veremos en San Borja, en Trinidad, en La Paz, de mendigos por las calles, pidiendo limosna para poder paliar sus necesidades de hambre. Porque eso es lo que va a suceder. No va a haber ya que comer. Ya ellos no van a tener ni pescado, ni la cacería, ni su río. Y eso es lo que quiere el gobierno, que nuestros hermanos estén de mendigos por las ciudades…
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La Marcha avanza a paso firme hacia Yucumo. Son las 12.30 del sábado 24. Ya se escucha el estruendo de las dinamitas. Unos kilómetros más adelante están ellos, los colonizadores. Tienen los ojos cansados y vidriosos, los gestos de los violentos. Son hombres y mujeres. No son más de 20, quizá 40, tal vez 50, no más. Dicen en Yucumo que los trae y los lleva el senador Surco, el cacique del lugar. Duermen, comen y beben bajo la sombra de unos árboles gigantescos, a la vera del camino. Se mueven amenazantes y tambaleantes, gritan e insultan, ésa es su tarea. Son otros los que le proporcionan las consignas: “Traidores”, “resentidos”. Son los bloqueadores, y no se percibe que tengan arraigo social alguno en Yucumo, ni en ninguna parte.
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La Marcha se detiene. Fernando Vargas, el siempre sereno dirigente indígena, le presta su teléfono celular al señor Canciller, para que hable con el ministro de Gobierno, para que le cuente lo que está pasando. El diálogo, por el tono con el que habla el Canciller, por la tensión de los músculos de su rostro, se devela agrio y ríspido. Algo tuvo que decirle Llorenti al Canciller para que éste elevara la voz y dijera: “¡Yo también voy a tomar decisiones! Yo también tengo una larga trayectoria vinculada a los movimientos sociales…”. Quizá en ese diálogo pudieran encontrarse las claves de los acontecimientos que ocurrirían pocas horas después…
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Qué será de don Antonio Soto Huatará en estas horas (martes 27 de septiembre, cuando se escribe esta crónica), cuando ya las hordas verdes y negras de la policía hicieron su trabajo por encargo. Qué será del amigo de don Antonio, ese joven y atlético sirionó que lo protegía. Ojalá que don Antonio no haya perdido su mochilita celeste con el logotipo de ENTEL, donde guarda su agenda, sus canciones, la poesía para su pueblo y un pedazo de pan para La Marcha.
Sé que lo más probable es que don Antonio esté sentado y calmo en alguna de las cuatro esquinas de la plaza donde se reorganiza La Marcha, en San Borja o en Rurrenabaque. Lo sé —lo he aprendido—, porque creo que esta clase de hombres, nacidos de la nobleza de su pueblo, no mueren así nomás. Sé también —lo he aprendido— que los otros, los hombres del Palacio de Gobierno, no lo alcanzarán nunca en su dignidad y sabiduría. Ellos, todos los hombres del poder, son unos pobres hombres, unos hombres elementales, extraviados en los espejismos de unas cuantas consignas que ya no sirven para nada.
Qué será de esa compañera, aquella que agitada y presurosa buscaba —muy cerca del medio día del sábado 24 de septiembre, en medio de la carretera que une Yucumo y San Borja— “un sombrerito de paja para el Canciller”.
* Periodista paceño y ex embajador de Bolivia en Estados Unidos.
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